martes, 12 de febrero de 2013

Eran un momento inexacto de la madrugada, o quizá el sol ya se había recostado en lo alto y yo seguía inmersa en mi mañana ficticia, alimentada por el desorden onírico del sábado anterior. Mis globos oculares detuvieron por un momento sus movimientos de ensueño y me sorprendí parpadeando de repente, sin razón alguna. Pero entonces, lo vi. Vi las arrugas de las sábanas enmarañadas aún en los pies de la cama, vi también la almohada hundida y recorrió mi pituitaria una sutil brisa de cansancio. Tuve que darle las gracias a la espesura de la persiana por no haberme despertado antes. Me sonreía lo desprotegido, una piel que se erizaba con el simple contacto de dos átomos y entonces comprendí el por qué de aquella entropía escurridiza que no hacía más que absorber cada rincón del dormitorio. Allí estaba, te dejaste pegada tu piel a mi cama, el recuerdo de aquella escapada y las ganas de desgastarte hasta los huesos.