martes, 27 de agosto de 2013

Al cerrar los ojos, se abren hacia dentro. Es entonces cuando veo otra vez el cuadro de aquel viejo indio (con sus plumas, sus arrugas y su piel colo tierra) y a su lado las camas de patas metálicas, así como de aluminio, frágiles. Tampoco escapa a mi mente el techo enyesado cubierto de telarañas y sus respectivas inquilinas. ¡Cuánto me asustaban entonces y cuánto anhelo volverlas a ver ahora! Como si ese tiempo fuese ahora una mentira, una calada que se confunde con el humo que sale de cualquier chimenea e inunda la ciudad, cubriéndola de asfalto. Las imágenes de cuando aquel paraíso etnológico me superaba la cabeza y difícilmente podía avanzar entre la maleza sin que rozase mis mejillas una rama de hinojo seco. Sí, seco pero aún con su característico olor anisado, idéntico al abdómen de las arañas tigre. Apartando la vista, también soy capaz de volver al pequeño tejado rojizo, y el tacto liso de sus tejas que se distorsiona al topar con los líquenes (y sus cruzadas por conquistar la totalidad de la superficie). Las paredes rugosas uniéndose al unísono con los marcos de madera maciza y con el suelo pulido y andado. Un paseo por el pasado.

lunes, 12 de agosto de 2013

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Sobre cualquier tipo de construcción estereotipada se refleja el claro rasgo obsesivo-compulsivo del pesimismo terrícola actual. Lo normal es querer huir, tanto hacia dentro como hacia fuera, eso ya es cosa de la elección subconsciente que se tome. Pero la pregunta es: ¿De qué escapamos? ¿Qué hace que muchas vidas vivan por y para huir? Y tú, ¿qué excusa te has impuesto? Sea lo que sea, perderse es un riesgo mucho más alto si fluimos hacia dentro que hacia fuera; si miras hacia dentro de tí, debes hacerlo con los ojos cerrado. Discernir donde terminan las uñas de los pies y donde comienza el suelo no es tarea fácil.